Entrenamiento

Un corazón azul

Escrita en: Enero 09, 2021

Un corazón azul

Si hablamos de managers, usted puede ver algunos de hoteles, restaurantes o cantinas con cara de pinche aburrimiento; con cara de tener popo en las narices; con cara de hueva y sarna. Usted también puede ver managers que según saben mucho de números cerrando los ojos, técnicas y bailes, pero a la hora de los chingazos y reproches no se les para. Pueden mirar un manager muy bueno en conocimientos, pero que a la hora de escupirlos no llenan un jarrito de barro y salsa.

Hay de managers a managers con páginas abiertas sin firmas y, pa’mi, Tommy Lasorda, más que un simple manager, fue un motivador en toda palabra y esplendor; un viejo que aparte de su bonito acento al hablar —medio italiano, como Rocky, Deniro o los Sopranos—, tenía un dulce encanto con la gente y desencanto con los oponentes, como aquel dicho que les disparo a los fanáticos de los Gigantes de San Francisco: “Ustedes no me odian a mí, se odian a ustedes solos porque me aman”.

 

 
 
 
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Tommy siempre estuvo ahí, desde tomando y comiendo pasta en los camerinos de su gran amigo Frank Sinatra hasta empatando el récord como pitcher en los Brooklyn Dodgers en tirar tres wild pitches en una misma entrada sin sentirse mal y sin remordimientos encontrar. Nunca fue un buen pitcher; tan así que lo bajaron a ligas menores para hacerle espacio y subir en su lugar al gran Sandy Koufax, pero esa es otra divina historia y, creo, no la lamento.

Tommy siempre estuvo ahí, haciendo show y espectáculo, peleando con la botarga de los Phillies, esquivando líneas de faul como coach de tercera en juegos de estrellas y haciéndose de palabras y tremendas faenas con los ampáyeres de juegos de etiqueta con vocabulario amplio y sin temor a fallas o blasfemias.

 

 

¿Y cómo es posible que un fulano sea hijo de italianos nacidos en el lugar más verde de Europa —llamado Abruzzo, Italia— y haya tenido un corazón azul? Pos así es, Tommy Lasorda, de sangre italiana, fue nacido en Norristown, Pennsylvania; amante del baseball hasta el tronco. Leyendas y diretes de gentes decentes sin tormento cuentan que una vez le contestó a su esposa que él amaba más al baseball que a ella, pero la amaba más que al basquetbol y mil motivos y cosas más. Entre broma y broma, las señoras mirando a Tommy manejar un equipo se mojan.

Tommy siempre estuvo ahí, aguantando vara; viajando en autobuses viejos sin letrinas y mil estorbos; manejando a equipos de ligas menores y sucursales de los Dodgers para ser feliz y seguir su destino de enojos y cariños a sus cientos de peloteros y 75 llegaron a debutar en ligas mayores siguiendo su camino.

En lo personal, cuando pienso en los Dodgers, los primeros que se me vienen a la mente son Jackie Robinson corriendo las bases como el mismísimo diablo, valiéndole madre el color, llorando, sangrando, rompiendo barreras y sus triunfos festejando; Vin Scully con su hermosa voz de cántico celebrando victorias, explicando derrotas, hablándonos de cada suceso y hasta de qué lado se levantan y alimentos favoritos de cada pelotero cuando narraba los juegos; Sandy Koufax y sus récords de juegos sin hit tirados, trofeos de Cy Young, dos anillos ganados y su número 32 en el estadio también está retirado; Fernando Valenzuela llevando el rancho al estadio y dándoles maneras diferentes de pensar al fanático güero en el estadio para rugir y gritar cada ponche y aventado los sombreros al aire de vez en cuando y, claro, el gran Tommy Lasorda, símbolo de Los Ángeles, ícono de los Dodgers y todo el baseball; gran ejemplo de que chingos de veces el corazón es más grande que el talento.

Tommy siempre estuvo ahí, haciéndole lugar y espacio en la mesa a Fernando Valenzuela para comer el éxito de la Fernandomanía, tratándolo como a un hijo, llenándole la cabeza de historias bonitas, motivándolo para tirar con emoción y mirar al cielo en cada salida. Muchos dicen que Tommy le acabó el brazo al novato en cada salida por no darle el descanso necesario, y yo les respondo que lo dudo mucho, si no fuera por eso, Fernando no fuera el Toro.

 

 

Tommy siempre estuvo ahí, en el 88 haciéndole un lugar al mamón de Kirk Gibson, nivelando las aguas negras del club house y haciendo armonía entre peloteros sacando al bull dog a morder al dinosaurio verde, motivando al caballo negro y ganar la carrera aunque sea con una sola pata, llevando a ser campeones de World Series al equipo y ponerse otro anillo al dedo. Su último suceso con uniforme puesto fue en las olimpiadas del 2000, como manager de Estados Unidos, borrándole la sonrisa y ganándole la medalla dorada a Cuba; un gran equipo que llevaba 25 ganados y 1 perdido en competencias olímpicas. Tommy tenía un equipo de peloteros colegiales y peloteros de ligas menores, pero los hizo campeones con el corazón y bendiciones. En una entrevista le dijeron que tenía a un muy mal equipo en comparación a los demás olímpicos, el solo contestó: “Si mis jugadores están vivos, vamos a ganar”.

 

 
 
 
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Gracias, Tommy, por esperar a ver otra vez campeones a los Dodgers; por hacerme ver y saborear el béisbol a tu manera; por enamorarme tanto del juego, del espectáculo, del diamante; por solo de verte, motivarme a siempre querer hacer lo que quiero sin voltear pa’tras y siempre dejar el corazón en cualquier lugar.

 

 

Atentamente,

Pliego Villarreal

 

Fotografía principal: Adobe Stock.

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