Kentro: El fin de una era
Escrita en: Octubre 14, 2020
Hoy di mi última clase de Kentro, no sé si la última de mi vida, pero sí la última de esta etapa de mi vida.
Si les soy sincera, no recuerdo cuándo empecé a dar clases, calculo que hace como dos años y medio o tres. Todo empezó porque Concha, mi amiga de la vida —madrina de Antonia mi hija— y creadora de Kentro —con gran talento y determinación, cabe mencionar—, me invitó a tomar unas clases que estaba empezando a dar de un método que ella había creado, una mezcla de salto de cuerda —excelente ejercicio por cierto—, yoga y cardio/fuerza; en fin, el ejercicio más completo que he hecho en mi vida —y miren que he hecho de todo— y el más gratificante sin duda. Empecé a tomar las clases y para la semana ya iba, si no diario, casi… Empecé con el pretexto del horario de mis hijos del colegio, pero pronto lo abandoné, me las arreglé y me volví fiel y disciplinada alumna.
No mucho después de que empecé a tomar las clases —unos meses, no llegó ni al año—, Concha, quien sabía que siempre había hecho mucho ejercicio, me preguntó si me interesaba dar clases, ella las daba todas ¡diario!, algo que hasta la fecha sigo sin entender cómo podía, pero lo hacía.
Entrenó a cinco amigas que éramos sus alumnas, de las cuales, solo cuatro llegamos a dar clases y al final de esa tanda de maestras, quedamos solo dos: Mariana —queridisima amiga— y yo. El inicio no fue fácil, primero que nada cuesta mucho trabajo, o por lo menos a mí, pararte al frente de un salón y saber que todas las personas que están ahí esperan que tú les digas qué hacer, que las guíes, las animes, que las corrijas... en fin, están ahí para aprender algo de ti y eso es muy intimidante, pero al final resulta tremendamente gratificante, es un verdadero reto a vencer.
Aparte del tema de la seguridad en uno mismo, por decirlo así, Kentro requiere de un enorme talento para combinar todo lo necesario para que realmente sea una clase de Kentro. Es tan completo y tal vez complejo, que hasta la fecha no sé definir bien qué haces en una clase, porque hay algo en el alma de este concepto que no se puede explicar, hay tal entrega y tal energía en las clases que no hay palabras para describirlo. No es yoga, no es cardio, no es fuerza, es energía pura, energía que viene desde el corazón y que logra que el resto del cuerpo y la mente hagan su trabajo y mejor esfuerzo; un trabajo constante durante una hora en la que ejercitas mente, cuerpo y alma, eso es Kentro, o por lo menos es la manera en la que lo podría yo definirlo.
Kentro me enseñó tantas, tantísimas cosas: primero que nada me hizo crecer muchísimo; me hizo descubrir una faceta de mí que no conocía o más bien que no me sentía capaz de lograr; me movió todo; me volví más ágil y fuerte que nunca y también más sensible de lo que nunca me había sentido, sin más, me abrió el corazón; me volví mucho más atenta a lo que siento y pienso, tanto sobre mí como de la gente que me rodea. En resumen, me volvió una persona más consciente de mí misma y de los demás, me hizo entender que todos somos un todo. Aaah y algo ¡importantísimo!: me enseñó a escuchar música y a inspirarme en ella.
Después vino una segunda oleada de maestras que nos vinieron a dar una bocanada de aire fresco y Mariana no me dejará mentir. Popi, Fer, Isa y Paola, todas tan diferentes, pero a la vez con el mismísimo gran corazón que las trajo igual que a mí hasta aquí, a atreverse a pararse en un salón y no titubear, a atreverse a sentir y a dejar sentir. Grandes amigas, grandes personas a las que admiro, quiero y respeto tremendamente, claro, a ellas se unen Concha y Mariana, un grupo que se siente invencible y que, en las circunstancias de los últimos tiempos, han demostrado que lo son.
Decidí darme un descanso, fue pensado, pero más que nada sentido. Estoy corriendo, entrenando de nuevo —en la montaña, lo cual me hace inmensamente feliz—, retomando el yoga y, como les dije a mis amigas-colegas: “No me da tristeza, Kentro y ustedes se quedan en mi corazón”.
Me da orgullo poder tomar una decisión que en otro momento pensaba imposible: tener la madurez para aceptar por qué momento estoy pasando en la vida y tomar las decisiones que hagan de éste, el mejor posible.
Quiero correr menos y disfrutar más. Tengo ganas de volver a ser alumna, de entrar en un salón y esperar que la persona que está enfrente —como fui yo en un momento— me enseñe algo, abierta a recibir, y estoy segura que seré la mejor alumna. Tengo ganas de volver a aprender desde ese lado del salón, de dejar que alguien más me guíe para que algún día, otra vez, vuelva a guiar yo.
Como siempre lo dije: “Concha, Kentro: ¡gracias infinitas!”
Escucha, dando clic aquí, el playlist de mi última clase.
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