El perro: el mejor amigo del hombre
Escrita en: Septiembre 24, 2020

En mi casa nunca hemos sido muy perrunos, de hecho nunca habíamos tenido perro y yo de chiquita solo tuve uno, un fox terrier que se llamaba Foxy, me acuerdo de él perfecto. El día en que se murió llegué de la escuela y mi mamá me dio la noticia, me tuvo que consolar toda la tarde porque me dio una profunda tristeza. Yo creo que a partir de ahí mis papás prefirieron no volver a tener perro. Mi mamá y uno de mis hermanos son muy perrunos, hubiera sido lógico tener otro, pero seguramente ya no quisieron volver a pasar por lo mismo.
Mi hija Antonia pidió de cumpleaños número nueve que le regaláramos un perro. Después de muuuucho pensarlo y gran convencimiento de su parte, le compramos una perrita border collie que se llama Kala, lindísima, la perra más obediente y cariñosa del mundo. Al principio nos costó un trabajo horrible, no dimensionamos lo que era tener un bebé en casa al que no se le puede poner pañal, además nadie tenía experiencia y, la verdad, ni paciencia ni tiempo para cuidar un bebé. Antonia siempre le echó muchas ganas y se hizo “responsable” de ella, pero aun así iba a la escuela, tenía clases en las tardes... en fin, era un trabajo de tiempo completo sin candidato para hacerlo.
Un día se escapó de su jaulita en la noche y se hizo popo en todos lados, y cuando digo todos, es en serio, no dejó ni uno vivo: los tapetes de la sala y comedor. A la mañana siguiente a las ocho, mientras Pablo de rodillas y fúrico lavaba los tapetes, yo estaba llamando a un entrenador que me recomendaron para llevarla y que la entrenara. A decir verdad, más bien lo vi como una guardería —cara— para que la cuidaran mientras crecía un poco y para salvarle el pellejo a la pobre, porque mi esposo estaba a punto de regalarla, lo cual hubiera sido una tragedia en mi casa.
Kala pasó doce semanas en su entrenamiento —era por el Ajusco—, así que los fines de semana la íbamos a visitar, hacíamos fácil una hora de ida y una de regreso. La verdad cada vez que iba se me hacía un nudo en el estómago, sentía que el lugar no era tan lindo y que eran muy estrictos, pero bueno, en teoría yo quería que la educaran y así fue.
Regresó a la casa después de tres meses, fuimos toda la familia por ella y llegó con un instructivo que desde que me lo dieron sabía que iba a ser difícil de ejecutar. Estaba obviamente más tranquila, a decir verdad no sé si por el entrenamiento o porque ya no era una bebé de semanas, nos fuimos acoplando a tenerla en la casa, con un miedo terrible a que se hiciera popo de nuevo; el trauma se quedó. Yo soy la que más se preocupa por ella y Antonia a su modo y tiempos, la queremos mucho, pero la dinámica en un departamento en la CDMX es complicada, aunque caminamos mucho y siempre la llevamos con nosotros; al final de cuentas es un perro y necesita espacio y libertad, más esta raza que es superactiva. Kala siempre fue para mí un pendiente, sentía que le faltaba una vida más perruna y que le hiciéramos más caso.
Para su suerte —y la de toda la familia— nos mudamos a Valle de Bravo. Es otra historia, es un perro libre, corre por el jardín, atrapa ardillas —un día una la mordió y desde entonces las odia furibundamente—. Me la llevo a la montaña cuando voy a correr o a caminar, desde el principio aprendió a ir sin correa y en cuanto le chiflo regresa. Los vecinos tienen un perro que se llama Fili y otro que se llama Nico, son sus mejores amigos, en cuanto llegan —por lo general vienen los fines de semana— no le volvemos a ver el pelo a Kala, ni a dormir llega.
La verdad creo que seguimos sin ser muy perrunos, pero Kala ha logrado un lugar importante en la casa, siempre estamos pendientes de ella y aunque seguramente habrá mejores dueños que nosotros, está en un lugar donde la quieren mucho y es una gran compañera. Nos ha enseñado a pensar más en los animales, digamos que nos sensibilizó.
Canción que me inspiró:
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