En México, a los oficinistas les dicen Godínez. No me pregunten por qué, pero así es.

Para fines prácticos de esta historia, nuestro personaje principal se llamará Godínez. Él ama el fútbol, pero no lo practica. Está completamente fuera de forma y hasta un poco pasado de peso según el doctor. Él desea cambiar, pero todos los días cuando llega a casa del trabajo está muy cansado, así que solo mira la tele y se prepara para un nuevo día. Misma historia durante muchos años. 

Un día, mientras Godínez estaba camino a su oficina, atravesando kilómetros y kilómetros de tráfico para llegar del punto A, su casa, al punto B, su trabajo, escuchó una noticia en la radio sobre un virus en China, pero no le prestó mucha atención porque su cabeza estaba en otro lado; probablemente algo relacionado con fútbol, deudas o lo que vio en la tele. Poco sabía Godínez sobre la importancia de lo que estaba sucediendo y el impacto que esto tendría en su vida.

Siguiente escena, vemos a Godínez en la oficina de su jefe recibiendo la misma noticia que recibirán otros cientos de miles de mexicanos en los próximos días: no está despedido, pero le han cortado el sueldo por la mitad y ahora tiene que trabajar desde casa. 

El primer día de su nueva rutina es el más feliz, ya no tiene que pasar tanto tiempo en el tráfico y tiene mucho más tiempo libre que antes. Se levanta más tarde, trabaja y luego prende la tele como de costumbre; así pasa la primera semana, luego la segunda y en la tercera, empieza a volverse loco. Se levanta tarde, se duerme tarde, come a todas horas y dentro de su ser se respira un aire de intranquilidad y pesadez.  

La oficina sigue cerrada, ya no hay partidos en la tele y no puede ir a ningún lugar.

Está solidariamente encerrado en casa y si mira otra pantalla por un segundo más, sus ojos quizás exploten. Godínez empieza a deambular sin sentido por su enjaulante casa hasta que se encuentra con aquella puerta que hace mucho no abre, la bodega de la cochera. Nuestro personaje abre la puerta, prende aquella luz colgante y anaranjada que cuelga del techo y mira entre la penumbra. Entre las sombras y telarañas hay toda clase de fierros y cartones. Algo le llama la atención y da un paso. Tumbada en una esquina, con sus llantas ponchadas y su cadena oxidada, la bicicleta que se compró hace muchos años en una visita al centro comercial y nunca usó realmente. Sin nada mejor que hacer, o quizás con un deseo tímido de ponerse en forma, decide intentarlo. Infla las llantas, se pone aquellos pants que ahora le aprietan y sale a la calle.

Feliz de tener una excusa para salir de casa, siente como cada pedaleada hace que su corazón vaya un poco más a prisa. Empieza a sudar, pero no le importa. Al otro lado de la calle ve otros ciclistas, ellos sí traen cascos, quizás él también debería de usar, o quizás no, a final de cuentas solo está paseando. Al llegar a una bajada y tomando velocidad, su corazón late fuerte en su pecho y experimenta sensaciones que no ha sentido en años. Está feliz.

No llega muy lejos antes de sentir que se muere de fatiga y decide regresar. En el camino de regreso está bofando en cada exhalación y el sudor brota por cada poro de su ajustada piel. Le duelen las piernas, el trasero y el cuello. Estas sensaciones no las disfruta para nada. Se dice a sí mismo que esto fue una mala idea y que es cosa de jóvenes. “Primera y última”, vez se repite a sí mismo.

Al llegar a casa se da un baño y después cae rendido en el sofá, se da cuenta de que a pesar del sufrimiento, se siente feliz. Un par de días después decide repetir la aventura del día pasado. Esta vez baja un poco más rápido y se cansa un poco menos en la subida. Para el final del mes se siente diferente: tiene más energía, está de mejor humor y al pesarse se da cuenta que perdió casi un kilo.

Pasa un mes más y sigue con su nueva rutina. Cada vez hay más gente en la calle y de vez en cuando platica con otro colega ciclista. Las cosas no podrían estar mejor.

Llega un nuevo mes y sale a rodar el día primero, parece que ahora está permitido visitar parques de nuevo, así que decide intentar algo diferente, visitar una pista de cross-country. Nunca ha rodado en la montaña y está algo inseguro al respecto, pide indicaciones y comienza su rodada, todo se siente un poco extraño e intimidante. Al llegar a su primera bajada se congela al ver el sendero, nunca ha visto algo así, rocas y raíces cubren el suelo y no está seguro por dónde bajar, por su cabeza cruza una vez más aquella imagen de otro ciclista usando un casco, se pregunta si quizás ahora él también debería de traer uno, quizás en otra ocasión. Al fin logra armarse de valor y se avienta.

¿Qué será de nuestro valeroso Godínez? 

Esta historia es un pequeño debraye de lo que imagino que está sucediendo por todo el país. Cuando salgo a la calle veo más gente que nunca rodando por en las calles, bicicletas de ruta y de montaña; de marcas prestigiosas y de supermercado; familias, gente mayor, niños. Si está pasando cerca de mi casa, me imagino que este escenario se debe de estar replicando en otros lugares.

El otro día entrevisté a un empleado en una tienda de bicis y me comentó que, a raíz de la pandemia, está vendiendo muchas más bicis que antes y su taller está a reventar. La gente está conectando con su atleta interior y esto me llena de emoción, pero al mismo tiempo me da algo de terror. Todos estos nuevos atletas no saben en que se están metiendo, veo gente rodando sin casco y en sentido contrario; en la montaña veo gente caminando con calzado inapropiado y pantalones de mezclilla, por lo que no puedo evitar pensar ¿qué será de estas personas?

Todos pasamos por ahí, alguna vez fuimos novatos e inevitablemente aprendimos a golpes y malas experiencias, los más afortunados tuvimos mentores que nos guiaron en el camino y nos evitaron desgracias, aquellos que no corrieron con tanta suerte tuvieron un buen accidente y fueron vencidos por el miedo, abandonando el deporte por completo.

Mi reflexión aquí es: el incremento de entusiastas al deporte va a traer nuevas oportunidades para la industria deportiva (talleres, tiendas, marcas, guías, entrenadores, etcétera) y seguramente también va a impulsar el desarrollo de infraestructura deportiva que vamos a poder disfrutar todos. 

Mi pregunta es: ¿qué podemos hacer para que estos noobies no mueran en el proceso y puedan cultivar su nueva vida en el deporte?