Derretir el corazón
Escrita en: Septiembre 11, 2020
La inocencia, astucia y capacidad de relajarse en el momento presente son algunas de las características de un niño feliz. Cuando como adultos encontramos momentos para divertirnos y reír ante las experiencias de la vida, es cuando conectamos con nuestro niño interior, somos más relajados y de alguna manera nuestro mundo se vuelve de colores y nos dejamos llevar por la intuición.
La postura del niño o balasana, en sánscrito, puede parecer muy sencilla, que no está pasando nada, pero es una postura que brinda muchos beneficios. En mi experiencia es la primera postura de inversión que casi todas las personas pueden lograr. Existen distintas variaciones y maneras de realizarla de modo que las articulaciones se mantengan fuertes y flexibles, lo más interesante es que todos podemos explorar distintas maneras de hacerla y disfrutarla.
Es una postura que va bien a todas las edades y que ayuda en todos los sentidos. En la parte física ayuda mucho a soltar las caderas, estirar la espalda, relajar hombros y axilas para brindar mayor irrigación de sangre hacia la cabeza y con esto ayudar a oxigenar el cerebro; el sistema nervioso se relaja; la energía se renueva; la mente se calma y el corazón se derrite hacia la Tierra con devoción y entrega.
En mi opinión es una postura de introspección, es un momento donde podemos realmente dirigir nuestra atención a la respiración y mandar el aire hacia cualquier lugar del cuerpo para soltar tensión o emociones acumuladas. Es una oportunidad para conectarnos con la Tierra, con la fuente de vida que posee toda la sabiduría y abundancia posible. El entrecejo o tercer chakra descansa en el piso para absorber los nutrientes del planeta. Se hace más fácil relajar los músculos de la cara y del cerebro para activar nuestra glándula pineal y encontrar ese espacio de observación. Cuando logramos escuchar los latidos de nuestro corazón, permitimos que todos los sentimientos se descongelen, se conviertan en líquido que entregamos a la Tierra como ofrenda de las experiencias acumuladas, así sea durante la práctica del yoga o de la vida diaria. Cuando dejamos que fluyan desde lo más profundo del alma, entonces hacemos alquimia espiritual, confiamos y nos volvemos niños de nuevo.
Esta postura se puede practicar en cualquier momento del día: al principio de la práctica, al final; en cualquier momento que sea necesario, solo es importante mantener la variación que se acomode mejor a cada cuerpo, cuidando tobillos, rodillas, caderas, hombros y cuello para que sea cómoda y se logre mantener por el tiempo elegido.
Para realizar la postura comenzamos desde cuatro puntos; descansamos los empeines en el piso; los dedos gordos de los pies se tocan; los talones ligeramente separados caen hacia los lados; las rodillas se separan lo que sea necesario; la cadera cae hacia los talones y desde ahí bajamos la frente al piso. Los brazos me gusta llevarlos hacia adelante lo más posible mientras los hombros lo permitan para incrementar el estiramiento lateral; los hombros se relajan completamente para aliviar cualquier tensión; el cuello es largo de la parte de atrás para darle continuidad a la extensión de la columna; los dedos de las manos se separan de manera relajada para que las palmas de las manos toquen el piso y descansen las muñecas. Siempre invito a mis alumnos a cerrar los ojos y respirar muy profundo en esta postura para realmente entrar en estado de meditación y ver lo que a veces se mantiene en el mundo inconsciente y liberar cualquier obstáculo que exista dentro.
Fotografía principal: Erol Ahmed en Unsplash.
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